miércoles, julio 20

Me preocupo por cosas que siempre se resuelven de maneras mucho menos épicas de lo que había previsto en un principio: un deadline, una discusión con una amiga, un correo que no llega, una reunión con desconocidos. Primero, analizo y sobreanalizo. Luego, produzco escenarios imaginarios de pregunta y respuesta. Sí, es la neurosis, claro.

Llegado el momento, el conflicto se descifra en pocos minutos por causa de los eventos más triviales: el autor entrega todo lo que tenía que mandar, aquellos desconocidos resultan tener tan tanta incomodidad como yo, mi amiga vuelve sobre la discusión para encontrar una coma mal puesta con la que arrancó el malentendido. Cfr. Blanchot.

En el camino de regreso a la editorial, post aprovisionarme de bandejas de comida por peso, cuando estoy por cruzar la calle veo a la mujer rubia que avanza en dirección opuesta. Sé de inmediato quién es pero no puede ser que ella esté acá. ¿Qué hace en La Paternal? Me mira también. Es H., ahora estoy seguro porque me está mirando con ojos grandes como el año pasado en el taller de los jueves. Nos saludamos extrañados (ella más aun: no termina de saber quién soy, o sabe quién soy pero no recuerda mi nombre).

El encuentro es atropellado y sombríamente candoroso: «qué hacés por acá», «trabajo en una editorial a dos cuadras«, «qué editorial no sabía de ninguna editorial por acá yo vivo a unas cuadras justo voy a una editorial digital en la que empecé a trabajar, juntémonos entonces ya que estás cerca», «dale, que estés bien». Camino una cuadra y media hasta la editorial pensando cómo sería juntarme a charlar con H.

Un ilustrador con el que me iba a reunir me escribe un mail («Fer, me escribió el ilustrador, dice que no va a venir, intentó comunicarse con vos, revisá tu correo»). Menciona a su madre, un ACV, y pregunta cómo andamos de tiempo. Le pregunto a Fr. qué se escribe de rigor en estos casos: «por supuesto, no te preocupes, quedate tranquilo y avisame en caso de que necesites algo». Enviar.